Estamos fritos.

Joana D'Alessio
7 min readMar 11, 2023

--

Notas sobre el libro nuevo de Rachel Cusk, sobre los poemas de Maga, sobre la intimidad, la mirada extrañada y la maternidad.

Nos trepamos al Uber que nos lleva al aeropuerto y me siento en el medio, le doy una mano a cada una de mis hijas, cierro los ojos un instante, estoy agotada de la contienda física y mental que fue hacer las valijas, reunir los documentos y salir a un horario tempranísimo. Suena una vocecita:
— Mami, ¿se puede vivir 130 años?
— Sí, supongo que sí, ¿pero para qué querés vivir tantos años?
— No, quería saber. Es que debe ser re aburrido estar muerto. ¿Cómo es estar muerto?
— Y, es como no estar.
Interviene mi otra hija: ¿Sería como estar dormido y no despertarse más?. Digo que sí. La primera dice: No me gusta pensar en eso, no lo entiendo.

Cuando hice la valija, anoche, me aseguré de traer libros que fueran “novedades” para poder leerlos y reseñarlos. Aunque la verdad es que detesto la idea de novedad, casi tanto como detesto la idea de madrugar para aprovechar el día. Un trabajo para toda la vida, de Rachel Cusk sería una novedad porque se editó en Argentina el mes pasado, pero es un libro que fue escrito hace veinte años, así que cumple con mis requisitos: ser una novedad y no serla. Es sobre maternidad y me da pereza el tema, pero lo quiero leer porque ella, Rachel, me parece una escritora deslumbrante a quien admiro por ser también un poco malvada.

En el avión saco de mi mochila su libro pero después me doy cuenta de que prefiero empezar por otro que voy a poder terminar en el viaje. Cómo cocinar un lobo es el primer libro de poemas de Magalí Etchebarne. Está editado por Tenemos las máquinas, que sacó también su libro de cuentos, Los mejores días; fue un hit, y lo recuerdo como se recuerda una música, no podría reponer los relatos pero sí la senación de ser envuelta por su prosa. Este es pequeño, tiene los bordes redondeados e ilustraciones en el interior. Saco mi lápiz afilado, ya no puedo leer nada sin un lápiz en la mano, me siento desprotegida frente al texto sin él. Avanzo por los poemas de Maga como quien entra a una casa ajena donde resulta bienvenida pero no ha sido especialmente invitada, hay una intimidad en sus palabras y sus imágenes que me desarma. (“¿Quién piensa que un dolor tan grande / puede entrar en una historia tan insignificante?”). Ahí está: el desamparo inesperado que nos produce la vida adulta, el dolor frente a la enfermedad y la muerte de los padres. Y la madre. Su madre, mi madre, todas las madres:
“Una vez mi mamá me dijo que la seguía por toda la casa,
¿por qué iba detrás de ella como una estela?
Me comía las migas que dejaba
su presencia, la manera de ponerse crema
parada en una pierna, vistiéndose como una equilibrista,
el humo del cigarrillo finito a la hora de la siesta,
su cuello blanco, la espalda
llena de pecas. En la siesta
la miraba, las dos en su cama,
tan tan tan cerca que ya
no sabía quién era”.
Veo tierra por la ventana del avión y siento que ya sobrevivimos. Sé que estadísticamente aterrizar es más peligroso que volar, pero me tiene sin cuidado, últimamente la ciencia me tiene sin cuidado.

Miro desde la orilla a mis hijas darse un baño de mar, saltan las olas verdeazules tomadas de la mano. Las observo pasmada, como si alguien las hubiera puesto ahí, con la misma sensación de no entender con la que me quedo mirando un atardecer fosforescente o un colibrí suspendido. De repente noto que hace un rato agitan sus brazos llamándome, yo las estaba mirando pero no las estaba viendo. ¿Qué hay en mi cabeza? Siempre estoy pensando en otra cosa.

Mientras transcurren los días entre alimento, caracolas, monos, olor a protector, caminatas al rayo del sol y la piel caliente avanzo en mi lectura del libro de Rachel. Está estructurado en capítulos cronológicos: embarazo, bebé recién nacido, llegada al hogar, primeros meses, el primer año. Subrayo poseída, siento que me deslizo por el filo de una navaja. En el prólogo leo que cuando salió la primera edición tuvo bastante rechazo y pienso que hoy en día, que incluso está de moda el discurso de quejarse de la maternidad, sigue siendo una mirada del tema descarnada y brutal. Disecciona con el corazón helado de una cirujana y al párrafo siguiente se hace un bollo en el piso; se aleja y se acerca al núcleo de la relación y del amor sin miedo y sin pudor. (Mientras leo lo que hago sin saberlo del todo es repasar mi historia como madre. Cosas que creía olvidadas regresan a mí. Algunas son pesadillescas. Puedo verlo ahora de forma vívida pero entrecortada: flashes luminosos, oscuridad, gritos y llantos. Dos bebés en dos cunas blancas de hierro. Bebés que vomitan y adelgazan, toman mi leche con una jeringuita. Mis pezones se agrietan y sangran. La cicatriz, el miedo a volver a romperme. Ocho mamaderas avent, un sacaleches eléctrico, una pezonera, un esterilizador. La mamadera diminuta que es gigante para mis bebitas). Me pregunto si a esto me refería cuando pensé que me daba pereza el tema. Quisiera viajar doce años atrás y poner este libro en mis manos: escribir y leer son para mi formas de alivio existencial. Sobre la vuelta a casa del hospital subrayo: “Que mi hija sea de mi propiedad me resulta preocupante, incierto y peligroso. En el hospital sentí una especie de aceptación inmediata y animal ante su presencia; en casa vivo el impacto de la transición, como si hubiera salido a comprar algo carísimo, algo que en la tienda me despertó un deseo irresistible, muy íntimo, y ahora lo contemplo en mi cuarto con el ánimo marchito”.

Una mañana nueva, una hija se despierta berrinchuda, asumo con entrega y paciencia el festival del traje de baño y el protector mientras la oigo chillar. Gira alrededor mío, zumbona. (Recuerdo que cuando era más chica yo le decía “me hacés el perrito”, porque me seguía incansable por todos lados). Más tarde en la caminata hacia la playa continúa con su humor difícil y al fin le digo: Baaasta! Cortala, no aguanto más, no sé cómo conformarte, hija.
Yo tampoco, mami.

La playa: ellas en el mar, yo en la reposera, leyendo, es un estado ideal. Tener hijas crecidas me resulta más fácil que la época en la que cada segundo de su supervivencia dependía de mí. Dice Rachel sobre su bebé: “Con cada llanto me ha enseñado una lección que es sencilla y dura: que mi cariño, mis tontas distracciones, mis horas de mimos, esa parte especial de mí que he intentando sacar mientras cuidaba de ella era tan superflua como mi furia y mi desesperación. Lo único que hace falta es que esté ahí, y ese lo único es todo, porque estar ahí significa no estar en otra parte, estar dispuesta a dejarlo todo”. Más adelante: “A lo largo de su primer año de vida trabajo y amor estaban unidos ferozmente, dolorosamente. Ahora es como si una relación se hubiera desatado y anduviera suelta por nuestra casa”.

A veces me siento una madre mediocre porque no soy buena para las cosas prácticas, ni para los deportes, ni para manejar. Tampoco sé cocinar variado y me gusta comprar Doritos. Soy desordenada y puedo estar un año para cambiar el filtro del agua (lo cual me hace pensar que estuve estos últimos meses tomando agua envenenada). Todo lo doméstico me es un poco ajeno. Los juegos de mesa: los odio. Así que entreno a mis hijas en dos cosas: reconocer sus emociones y hablar de sus emociones. Es lo que tengo para darles. También me gusta estudiar con ellas, hacer resúmenes, subrayar, escribir en las fichas. Traducirles los manuales a un idioma que entiendan, eso me encanta. No logro sentarme horas a jugar con ellas pero intento ayudarlas a armarse una idea del amor y del mundo. Un pequeño sistema que nos permita separar lo importante de lo tan importante. No sé si es un trabajo para toda la vida, pero por ahora es mi trabajo principal.

Fin.

Libros más o menos nuevos que leí en el viaje, o un poco antes, o un poco después:
* El mar nunca se acaba, de Liliana Villanueva, editado por Salvaje Federal, son crónicas de viaje y me hubiera encantado incluirlo en el texto pero se hacía todo demasiado largo y además lo presté y no me han devuelto aún.
* El atuendo de los libros, de Jhumpa Lahiri, editado por la rutilante Gris Tormenta.
* Bibliotecas, de varios autores, editado por Godot y adorable para los amantes de los libros.
* El viento entre los pinos, un ensayo acerca del camino del té, de Malena Higashi, editado por Fiordo. Tiene ilustraciones y es formato pequeño: amor.
* Guía maravillosa de la Costa Atlántica, de Andrés Gallina y Matías Moscardi, editado por Sudamericana (en realidad no lo terminé pero me está encantando la propuesta es como un Balenarios de Llinás en libro!).

Obras de teatro y películas que vi en el San Martín: Lo que el río hace, Las ciencias naturales, Los años y Trenquelauquen. Me voy a mudar al centro si esto sigue así.

FIN!

--

--